martes, 10 de julio de 2007

When The Saints Go Marching In


Fotografía: Infrogmation


We are traveling in the footsteps
Of those who have gone before...


Sí, amigos. Tenéis razón. Lo siento. Se me ha ido el santo al cielo. Y a este blog le están saliendo telarañas. Y la sopa se está recalentando. Perdonadme. Es cierto que se me rompió el disco duro del ordenador y que hasta hace poco no han podido hacerle un transplante (aún no definitivo); pero también lo es que hay vida más allá de la red y que últimamente mi cabeza ha estado demasiado ocupada con otros muchos asuntos, y ahí no hay transplantes que valgan. Hay que ser lo que se es y estar donde se está.

Así que en estos casi tres meses de ausencia han seguido pasando cosas que difícilmente tendrán ya la cabida que yo habría deseado para ellas en estas páginas: el breve pero intenso XXVII Festival de Jazz; el desastroso conato de mesa redonda convocada por Zarangojazz y el Foro Artístico para debatir la situación del jazz en la región (a la que no asistieron, ni en cuerpo ni en alma, el periodista Ángel H. Sopena, el director del festival, Uli Deininger, y algunos de los músicos anunciados); la muerte, el 20 de abril, de un gran músico autodidacta, el mítico pianista y compositor Andrew Hill (hoy nos hemos enterado, por el diario El País, de la del no menos legendario tubista Bill Barber); las últimas jamsessions en La Muralla; el concierto de jazz realizado por el combo de alumnos de la Asociación Euterpe de Santomera a las órdenes de Carlos Sáez; las decenas de festivales de jazz desparramados por todo el país, entre los que egoístamente cabría destacar el X Festival Internacional de Jazz de San Javier, que ha dado ya comienzo; etcétera, etcétera, etcétera...

Pero ayer tuve un maravilloso encuentro que no puedo dejar pasar por alto: leí, en uno de los blogs que visito con frecuencia, http://azulcaleidoscopio.blogspot.com/, una magnífica crónica de un viaje a Nueva Orleans que, con permiso de su autora (gracias, Gloria, por tu generosidad), no me resisto a reproducir aquí. Leedla detenidamente, amigos y amantes del jazz, porque es esencia pura, una delicia:

Nueva Orleans. ILa ciudad donde la música era omnipresente.

Fotografía: Samuel Wantman


Llegada, llamado y decepción:
Llegué de madrugada desde Baton Rouge y los pantanos de Louisana, cansada y dispuesta a dormir... pero desde mi habitación escuché la grave voz de un saxofón callejero, suave y triste. No me quedó más remedio que salir para descubrir que justo estas eran las horas más vivas y vehementes de esta ciudad. Salí del hotel de la calle Decatur y en la próxima esquina, casi a las 2 am, tocaba el saxofonista. La gente pasaba casi indiferente, ya acostumbrada a oír música en cada esquina, pero yo me quede ahí durante un buen rato, oyéndolo, imaginando al Mississipi que podía sentir al otro lado de la calle, aunque el muelle y la niebla lo escondieran, y entendiendo que por fin estaba dentro de uno de mis sueños mas viejos.
De la Decatur subí hasta la famosa Bourbon Street, esperando encontrar una calle como la que recorría el vampiro de
Anne Rice recreado en la canción de Sting: una calle misteriosa y oscura, repleta de tugurios llenos de humo y jazz pero lo que me encontré fue completamente diferente.



Una serie de locales con luces de neón anunciando cócteles y karaoke, desde los que salían música pop, rock y country. Entré a uno de ellos en una calle cercana: el famoso "Joe O'Brien" que se supone es el restaurante más grande del mundo... Casi salgo corriendo cuando vi a los "músicos" vestidos de ceñidos trajes de lentejuelas que parecían una mala mezcla de Abba con los hermanos Osmond. Turistas de cara roja y sandalias con medias los aplaudían fascinados.., fui hasta el patio gigante lleno de mesas con sombrillas, compré un cóctel "Hurricane" su famosa bebida y salí de ahí despavorida.En la calle, multitudes alcoholizadamente felices, entraban y salían de los bares donde cantaban karaoke, y disfrutaban la vista que ofrecían rubias turistas que sobre las mesas se despojaban de inhibiciones y prendas de vestir.., todos portando como trofeos los collares de cuentas que se usan en el "Mardi Gras" ganados por sus atrevimientos o por su nivel de consumo. Este ambiente de fiesta, que quizás en otro momento hubiera disfrutado, me puso entonces profundamente triste. Me lo merecía por tener tanta expectativa e ideas fijas sobre esta ciudad que me recibía ofreciéndome lo contrario a lo que venía buscando. Me fui a dormir.


A la noche siguiente, un poco después de las 9, hice fila en la calle Peters, -que hace esquina con la Bourbon- para entrar al Preservation Hall, muy cerca del O'Brien. Lo único que sabía es que aquí había tocado Louis Armstrong, y también George Louis y Emma Barret. Había leído que era un lugar donde se preservaba el jazz tradicional de la ciudad. La casa parecía estar cayéndose a pedazos, a excepción del farol y la hermosa puerta de metal. Yo estaba curada de expectativas, después de un primer día maravilloso conociendo de Nueva Orleans lo que todo buen turista debe conocer, resignada al velo obligado que hay que cruzar antes de conocer realmente algo. Relajada, tomándome mi coctelito, escuchaba otro saxofonista callejero que por 1$ concedía peticiones; cuando tocó "Do you know what it means to miss New Orleans?", le dije que yo extrañaba a una New Orleans que imaginaba, y me regaló una enigmática sonrisa mirándome a través de sus lentes oscuros, protegido del neón forzado de la noche.Entré por fin al Hall, un pequeño cuarto rectangular con capacidad para no más de 70 personas, tres banquetas como de iglesia frente a una plataforma baja e iluminada tenuemente. El calor se aliviaba un poco con el ventilador de techo, las paredes viejas de las que colgaban fotos y dibujos sobre el jazz desde que este espacio era una galería de arte a finales de los 50. Me senté en el piso a centímetros de la plataforma mientras el pequeño cuarto se llenaba de gente. Poco después, entraron 6 viejitos con cara de aburrimiento y desapego: un clarinetista, un baterista, un pianista, un trompetista, un violoncelista y un saxofonista. Y así, sin mas presentación empezaron a tocar la consabida "When the saints go marching in" que ya había escuchado unas diez veces ese día. Entonces algo muy extraño pasó: poco a poco, una música que nunca había oído, -nunca así-, se me fue metiendo bajo la piel. Estos ancianos maravillosos hacían brotar de sus instrumentos, mundos enteros: metafóricos, metálicos, misteriosos… A veces me parecía estar oyendo el ritmo de una tabla de lavar, otras un látigo y un alarido, llantos rotos en bares de Storyville, protestas ahogadas en oraciones que aliviaban un dolor rabioso y marginado, el tambor frenético de un esclavo, un martillo sobre los rieles de un tren, los arrullos en los campos de algodón, repetitivas suplicas de huesos, la fe indispensable golpeando palanganas, el sonido vacío de las calabazas, la alegría triste de los funerales, la celebración de la entrada al cielo que a todo daba sentido.Sus rostros rejuvenecidos y transfigurados interpretaban solos por turnos, mientras los demás sonreían con la mirada perdida quizás dirigida a sus muertos o a sus secretos…, tocaban la misma canción de siempre como la primera vez, con toda la improvisación y la evolución constante que también ostenta la vida intensa.
Esa noche entendí que al jazz sólo se puede intuirlo, atisbar sus abismos, sospechar su inmensidad. En ese saloncito, lo incierto se regodeaba y se nutría al misterio, el tiempo se diluía y lo vital, lo humano encontraba expresión y abrigo.
Era cierto: al renunciar a las expectativas, finalmente encontramos o nos dejamos encontrar.


Azul Caleidoscopio, 7 de julio de 2007.
Esta inusual versión es para ti.

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