miércoles, 22 de octubre de 2008

'La Gran Vía. Una parábola del siglo XX', de Llorenç Barber y Enrique Máximo.


Enrique Máximo y Llorenç Barber.

Pues a mí sí me gustó, como ciudadano y como músico, el concierto para motores, tubos de escape, ruedas, cláxones, sirenas y alarmas, voces, tambores, instrumentos de viento, carracas, cánulas, timbres, tracas y fuegos artificiales que el pasado día 12 tuvo lugar en la Gran Vía. Mi más sincera enhorabuena a su ideólogo y director artístico, Enrique Máximo, y a Llorenç Barber, compositor y director musical. Y, cómo no, a su carismático y providencial coordinador, el músico y profesor Iñaki Verástegui. Y a los más de ochocientos concienzudos y pacientes participantes que con tanto entusiasmo y valentía se implicaron en el proyecto.

De eso se trataba, de que aquella noche fuéramos todos músicos: policías y bomberos, conductores de autobuses y ambulancias, coches fúnebres, motos, bicis y vehículos en general; de que todos los ciudadanos, independientemente de nuestra ideología política, nuestras creencias religiosas, nuestra profesión y nuestra procedencia, estuviésemos allí representados; se trataba de que nuestras herramientas de trabajo, nuestros automóviles, nuestras sirenas y alarmas se convirtieran en instrumentos musicales y transformaran en música el caos en el que vivimos inmersos y con el que, a costa de nuestra salud física y mental, logramos a duras penas familiarizarnos.

Y es que somos muy ruidosos; con diferencia, los seres más ruidosos de la creación; tapamos nuestros ruidos con más ruidos y no dejamos que se escuche la música del mundo. Ordenar esos ruidos, acallarlos, secuenciarlos, darles forma, convertirlos en música, reducirlos a una partitura y conseguir implicar a tantos ciudadanos constituye sin duda un ejercicio de integración digno de alabanza y uno de esos contados logros imposibles de los que sólo es capaz el ser humano cuando se moviliza por una causa común.

En cierto modo, todos los instrumentos se imitaban unos a otros: los motores soplaban, los trombones rugían, las gargantas rechiflaban, los cláxones explosionaban, las alarmas cantaban, las voces ardían, los monopatines encendían las mechas y los cohetes se morían de la risa. El final fue impresionante, un crescendo hipnótico de tambores que desembocó en una apoteósica traca de carcasas. Para mí fue una aventura musical extraordinaria (y muy cercana al jazz) y la constatación, una vez más, del enorme poder de la música para absorber, aglutinar, estimular, convocar y conciliar conciencias y corazones.

Pese a que se propugnase como el concierto de clausura de la segunda edición de Alter Arte –un festival que, en efecto, ha alterado las artes y los ánimos tal vez demasiado prematuramente– la verdad es que el proyecto de este concierto en la Gran Vía nació hace muchos años (poco después de aquel otro de campanas, también de Barber y Máximo, “Laudate Dominum. Noche de Conjuros”, que tuvo lugar en Murcia el 30 de mayo de 1991) y ha estado desde entonces aguardando su turno en un cajón. Gracias a aquellos por cuya perseverancia se ha hecho, por fin, realidad.

Un año sin Julio Muñoz

[Obituario publicado hoy en la edición impresa del Diario La Opinión de Murcia bajo el título 'Un año sin un emblemático bajista de ...